Por Alejandra M. Hackett
Transmitido a AlterPresse el 27 de septiembre del 2004
Revueltas con los resultados del fútbol, el triunfo de la representante del Estado Guárico en el Miss Venezuela, el ataque fronterizo y la gira de Chayenne, nos llegan noticias de Haití. En medio de esa promiscuidad de mundo que traen de noche los informativos, se nos vuelve a aparecer ese paàs àntegramente marrón, irremediablemente inundado y aunque parecàa imposible, más pobre, más sediento y más hambriento.
Dicen los cientàficos que los huracanes son como sencillas máquinas de vapor que tienen en el aire caliente y húmedo su combustible fundamental. Los rayos del sol calientan las aguas del Océano, luego el aire húmedo se calienta, se expande y comienza a elevarse como los globos de helio y cuando pasan por Haití ya miden más de 5 kilómetros de alto y 400 de ancho, y alcanzan una velocidad cercana a los 100 kilómetros por hora.
Dicen los correos de mis amigos que están en Haití, que ya están cansados de contar vàctimas ; que ya no quieren pelearse con los comandantes de las tropas de paz porque se han visto en la necesidad de disparar a las conglomeraciones de cientos de haitianos hambrientos y sedientos que se tiran por asalto contra las unidades de la ONU que llevan el agua y la comida ; que ya no quieren sumar un solo cadáver más a las estadàsticas ; que ya no quieren fotografiar a más niños llorando de pánico porque no encuentran ni a sus padres, ni sus casas, ni sus escuelas.
Pero saber tanto de huracanes parece tan inútil como desear que en Haití ya no ocurran más tragedias. Hoy son más de mil doscientos los muertos del último huracán, y ya ni se sabe cuántos los desaparecidos.
Hace un mes estuve en Haití, las huellas del conflicto armado y de la tragedia de Jimani seguàan intactas, en las paredes perforadas por las balas, en las piedras que seguàan tapiando las casas, en las cicatrices de la piel y las palabras. Y conocà a la Hermana Andreinne que lleva años tratando de comprender aquel paàs, y mientras lo consigue se integra a un programa de atención a niños y a mujeres embarazadas que padecen el SIDA.
Un dàa, después de servir los desayunos, la Hermana Andreinne me invitó un café y me dijo que no creàa que el mundo estuviera volviéndose peor, sino que nosotros nos volvàamos pesimistas. Me dijo que tampoco pensaba que el mundo fuera ahora un lugar más cruel, me lo decàa en un patio sin niños porque todos los niños estaban ya menguados por el SIDA. Ella sin embargo seguàa creyendo férreamente en la compasión y en el compromiso de la gente.
He buscado en esas imágenes de la televisión a la Hermana Andreinne, he querido pensar que ella con su coartada moral es cuando menos una sólida defensa contra los huracanes y la barbarie. Y he pensado que quizás para Haití es inútil que se predigan los huracanes, o que se desee el bienestar, pero mucho peor es la indiferencia.
No es posible que el sol deje de calentar las aguas del Océano y en consecuencia el aire seguirá calentándose para echar a andar la sencilla máquina de vapor que una vez en Haití, se transforma en una suerte de artilugio de muerte. Pareciera que tampoco es posible de momento que Haití consolide un camino a la paz, và tantas tropas y tantas armas, que me voy a permitir la desconfianza. Pero les sigue quedando la solidaridad, la opción de los puentes que hacen hombres y mujeres que no se permiten dejar de creer que todos conservamos intacto al menos, un mànimo de humanidad.
Tengo que confesar que he llegado a sentir un poco de vergà¼enza porque yo sigo viendo en los noticieros los resultados del fútbol, del Miss Venezuela y los cientos de cadáveres sin dignidad ni defensa que preceden a las propagandas del celular más pequeño y la hamburguesa más jugosa ; pero todavàa no veo el primer llamado de solidaridad al venezolano común con el pueblo haitiano. Curiosamente el gobierno ha tenido el gesto más decoroso, a pesar de la especial situación de las relaciones diplomáticas entre Haití y Venezuela ya han salido dos barcos y algunos aviones cargados de ayuda.
Pero echo de menos la ayuda de puerta a puerta, esa que dirigàan nuestras madres y nuestras maestras ; los vecinos y los centros de estudiantes de todas nuestras universidades. Cuando estaba en la escuela, en Colombia ocurrió la tragedia del Nevado del Ruiz, yo estudiaba en Trujillo y no habàa Internet, estábamos todos muy lejos, sin embargo me pidieron llevar una cobija y asistir a una misa en memoria de los muertos. He preguntado a un vecino que va al liceo si en su institución han pedido alguna clase de ayuda para Haití, y me ha dicho que no, y ha agregado "eso es en à frica, ¿no ?".
El otro dàa leà algo que habàa escrito Don McCullin, un fotógrafo inglés que ha tenido que cubrir algunas guerras y he querido citarlo integro para concluir : "¿Cuál es mi actitud polàtica ? Sin duda, tomo partido por los que carecen de privilegios. No puedo declararme polàticamente neutral, pero tampoco sé decir si soy de derechas o de izquierdas. Me parece que estoy atrapado por mi historia, mi incapacidad para recordar los hechos y mi absoluta perplejidad ante la teoràa polàtica ; me he desilusionado de tal forma que ni siquiera voto. He tratado de ser un testigo, un espectador independiente, y el resultado es que no puedo ir más allá de los hechos-. He visto tanto sufrimiento que visceralmente he llegado a sentirme uno mismo con la vàctima, y en esa posición he hallado cierta integridad".
Haití, al igual que Venezuela, está en América y está tan cerca que yo he podido llegar en autobús.
Alejandra M. Hackett moralesm@ucv.ve